cristo coro

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sábado, 25 de febrero de 2017

“Voy a llevarte al desierto y te hablaré al corazón” (Os 2,16)



El “corazón”, en el lenguaje de la Biblia, designa la realidad profunda del ser humano, en oposición a la apariencia y a la mentira. El “corazón” es esa fuerza original de comunión con todo cuanto es. Pero el hombre puede desviar su “corazón” de su orientación primordial. El ser humano puede elegirse a sí mismo de una manera exclusiva y absoluta. Se erige entonces en el centro del mundo y reduce todas las cosas a la medida de sus deseos y de sus ambiciones. Entonces se cierra no sólo a los demás, sino a su propia profundidad: a esa parte santa y reservada de su ser que lo religa al misterio del ser y al mismo Dios. El “corazón” se oscurece; se convierte en un pozo de sombra. Es el tiempo de los ídolos, del exilio. El ser humano vive lejos de su ser verdadero y de sus raíces profundas. Ya no habita en su “corazón”. Anda errante por una tierra extranjera, al servicio de dioses extranjeros.
El ser humano sólo existe y se encuentra realmente en el movimiento que le abre a Aquel que es. Sólo en esa apertura está en sí mismo. Es ahí donde adquiere su talla plena. Pero ese retorno al “corazón” no es posible sin una especie de fractura. El pequeño mundo en el que el hombre se ha encerrado debe estallar. Poco importa de dónde vengan los golpes bruscos que le hagan tambalearse: al fin se ha abierto una brecha en nuestros muros, y ahí estamos ahora privados de nuestra seguridad, entregados a la realidad plena, desnuda y salvaje.
El “corazón quebrantado” consiente en ser despojado de todo lo que le servía de refugio, perder todas sus seguridades. Acepta el hundimiento del mundo religioso en que vivía. Ya no sabe de antemano quién es Dios ni cuáles son sus caminos. El “corazón quebrantado” deja a Dios ser Dios. (E. Leclerc, El pueblo de Dios en la noche)