cristo coro

cristo coro

lunes, 12 de noviembre de 2018

Entregarme a Dios me libera

Son testimonio de esto...

 ¿Qué es la libertad? No es actuar según nuestros caprichos, sin freno alguno, sino permitir que lo mejor, lo más hermoso y más profundo de mí pueda emerger libremente y no verse ahogado por cosas más superficiales: temores, apegamientos egoístas, falsedades, etc. Si me someto a Dios, esta sumisión va exactamente a «decaparme» de toda una costra que paraliza, para dar paso a lo que hay de auténtico en mí.
Indudablemente, si me someto a la voluntad de Dios, una parte de mí mismo se va a oponer. Ésa es, precisamente, la parte negativa que me condiciona y me limita y de la que me voy a liberar progresivamente. En cambio, la voluntad de Dios no se opone jamás a lo que hay en mí de bueno: la aspiración a la verdad, a la vida, a la felicidad, a la plenitud del amor, etc. La sumisión a Dios poda cosas en mí, pero nunca ahoga lo mejor de mí mismo: las profundas aspiraciones positivas que me habitan. Al contrario, las despierta, las fortalece, las orienta y las libera de los obstáculos a su realización.
Esto está confirmado por la experiencia: el que camina con el Señor y se deja conducir por Él, experimenta progresivamente un sentimiento de libertad; su corazón no se reduce, no se ahoga, sino, al contrario, se dilata y «respira» continuamente más. Dios es el amor infinito, y en Él no hay nada de estrecho ni reducido, sino que todo es ancho y amplio. El alma que camina con Dios se siente libre, siente que no tiene nada que temer, sin que, al contrario, todo le está sometido porque todo concurre a su bien, las circunstancias favorables como las desfavorables, el bien como el mal. Siente que todo le pertenece porque es hija de Dios, que nada puede limitarla porque Dios le pertenece. No está condicionada por nada, sino que hace todo lo que quiere, porque lo que quiere es amar, y eso está siempre en su poder. Nada puede separarla de Dios al que ama, y siente que si estuviera en prisión sería también feliz, porque de todos modos ninguna fuerza del mundo puede arrebatarle a Dios.
(Jacques Philippe)

miércoles, 3 de octubre de 2018

El que eres delante de Dios


Muchos poetas no son poetas por la misma razón que muchos religiosos no son santos: nunca consiguen ser ellos mismos. Nunca llegan a ser el particular poeta o el particular monje que Dios quiso que fueran. Nunca llegan a ser el hombre o el artista que piden todas las circunstancias de su vida individual.
Pierden los años esforzándose en vano por ser otro poeta, otro santo. Por muchas razones absurdas, se convencen de que están obligados a convertirse en otra persona que murió doscientos años antes y vivió en circunstancias totalmente ajenas a las suyas. 
En los grandes santos se encuentra la coincidencia entre perfecta humildad y perfecta integridad. Resulta que ambas cosas son prácticamente lo mismo. El santo es distinto de todos los demás, precisamente porque es humilde. La humildad consiste precisamente en ser la persona que somos realmente ante Dios; y como no hay dos personas iguales, quien tiene la humildad de ser él mismo no será como ninguna otra persona en todo el universo. Pero esta individualidad no se afirmará necesariamente en la superficie de la vida diaria. No será una cuestión de meras apariencias, opiniones, gustos o modos de hacer las cosas, sino que se encuentra en lo profundo del alma.
No eres humilde si insistes en ser alguien que no eres. Lo cual equivale a decir que sabes mejor que Dios quién eres y quién debes ser.  ¿Cómo esperas llegar al final de tu viaje si tomas el camino que conduce a la ciudad de otra persona? ¿Cómo esperas alcanzar tu perfección si llevas la vida de otra persona? Su santidad nunca será la tuya; debes tener humildad para trabajar por tu salvación en una oscuridad en la que estas absolutamente solo...  Y has de tener, por tanto, una humildad heroica para ser tú mismo y no ser nada sino la persona (o el artista) que Dios quiso que fueras. 
(T. Merton. Nuevas semillas de contemplación)

domingo, 1 de julio de 2018

Dios se deja oir



La historia de Abraham comienza con una llamada. Dios se deja oír. El Dios que se dirige a Abraham es un Dios íntimo al hombre, le habla desde dentro. Es el Dios del corazón. Abraham no debe hacer nada típicamente religioso para que Dios comience a hablar con él, sino que en el corazón advierte una voz, sigue una intuición surgida en él que nunca antes ha captado.
Algo absolutamente nuevo, no habitual, se está despertando en el corazón. No es una presión. No lo aplasta. Abraham comienza a captar una intuición, a detenerse en ella, a evaluarla, a pensarla, a observarla, hasta que, poco a poco, hasta voz se hace más explícita. Abraham se experimenta como uno al que se le dirige la palabra, pero que él le capta desde dentro, en el corazón.
Una voz, una intuición que, no obstante, comienza progresivamente a orientarlo fuera de sí, porque a medida que acoge esta voz y se familiariza con ella se refuerza su conciencia de que debe de haber Alguien que le habla. En Abraham estamos observando el despertar de lo que podemos llamar “relación”: la relación que tiene una fuente fuera de él y que lo escoge como interlocutor suyo, como el tú al que se dirige. La palabra es cada vez más familiar, es del corazón, y Abraham la logra descifrar.
La relación es tan atenta, tan solícita, que Aquel que le habla se dirige a Abraham al modo de Abraham, según su horizonte cultural y lingüístico, de manera que Abraham pueda descifrar lo que se está despertando dentro de sí. Al lector se le dice inmediatamente que es Dios, el Señor, quien se dirige a Abraham. Per Abraham le está descubriendo poco a poco. Lo que capta es que el Otro -aquel que para el lector es el Señor-, le está diciendo que abandone su tierra, su país, su parentela (cf Gen 12,1)
Se le dice que deje la casa, llamada “la casa de tu padre” y que se encamine hacia un país que el misterioso interlocutor le indicará. La Palabra lo saca de la patria y de la casa del padre. Lo empuja a dejar, a abandonar, a encaminarse haca un lugar que se le mostrará.
Para Abraham está claro qué es lo que deja, lo conoce muy bien. Pero le es desconocido hacia dónde le dirige la voz misteriosa. Este movimiento que prevé el abandono de la situación actual, las relaciones y los lugares conocidos, lo orienta no hacia un lugar -porque Abraham no lo conoce-, sino hacia Aquel que llama.  Abraham es cada vez más consciente de que se está estableciendo una relación mutua entre él y Dios: Dios que llama, Abraham que acoge la llamada: Abraham que deja lo que tiene y lo que conoce y Dios que sabe adónde lo llevará, pero qe no se lo ha dicho todavía a Abraham. De este modo, Abraham aprende a relacionarse. Poco a poco comprenderá que, si quiere caminar, deberá hablar con el Señor, porque el Señor sabe adónde lo lleva. El Señor posee el secreto que a Abraham sólo le será desvelado poco a poco. Abraham caminará así.
En Marko Ivan Rupnik, Según el Espíritu, pp. 75-77.

martes, 22 de mayo de 2018

El icono dañado: amar más allá de lo que salta a la vista


“Es imposible aportar nada a nadie sin buscar y ver en cada cual todo lo bonito que tiene, porque identificando lo malo, lo feo, lo torcido no se ayuda a nadie. Cristo miró a todos los que conoció, tanto a la prostituta como al ladrón, advirtiendo la belleza escondida en cada uno de ellos. Tal vez fuera belleza torcida o dañada, pero era belleza por donde se mirara, y lo que Él hizo fue llamarla a voces. Esto es lo que nos corresponde hacer con los demás. Pero, para ello, primero debemos ser puros de corazón, de intenciones y mostramos abiertos – cualidades que a menudo echamos en falta- para poder escuchar, mirar y ver tanta belleza encubierta. Cada cual está hecho a semejanza de Dios, y cada cual se parece a un icono dañado. Pero si se nos diera un icono dañado por el tiempo y los acontecimientos, o profanado por el odio de los hombres, lo trataríamos con el corazón quebrado, con ternura y reverencia. No prestaríamos atención al hecho de que esté dañado, sino a la tragedia de que lo esté. Daríamos importancia a lo que perdura de belleza, y no a lo que está destruido. Y así es como debemos actuar con los demás”. (Anthony Bloom)