Cuando tú me mirabas, es a saber, con afecto de amor,
porque ya dijimos que el mirar de Dios aquí es amar, su gracia en mí tus ojos imprimían. Por los ojos del Esposo
entiende aquí su divinidad misericordiosa, la cual, inclinándose al alma con misericordia,
imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta
tanto, que la hace “consorte de la misma divinidad”.
Es de saber que la
mirada de Dios cuatro bienes hace en el alma, es a saber: limpiarla,
agraciarla, enriquecerla y alumbrarla; así como el sol cuando envía sus rayos,
que enjuga y calienta y hermosea y resplandece.
Puso en mí él tanto
sus ojos después de haberme mirado la primera vez, que no se contentó hasta
desposarme consigo.
¿Quién podrá decir
hasta dónde llega lo que Dios engrandece un alma cuando da en agradarse de
ella? No hay ni poderlo aun imaginar; porque, en fin, lo hace como Dios, para
mostrar quién él es.
(Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 32 y 33)