Jesús entra junto al Padre en su humanidad y derrama el
don vivificante del Espíritu. Este momento inaugura una relación totalmente
nueva. Lejos de desaparecer, comienza a hacerse presente y a venir.
No se ha
ido para descansar de su tarea redentora: su trabajo está, de ahora en
adelante, junto al Padre, y de este modo, Él está mucho más cerca de nosotros,
“cercanísimo a nosotros”.
Jesús está junto al Padre, pero a partir de la Hora, de
su Cruz y de su Resurrección, Jesús y los hombres no son más que uno: se ha
hecho hijo del hombre para que lleguemos a ser hijos de Dios. Él es la Cabeza y
atrae a su Cuerpo hacia el Padre vivificándolo con su Espíritu Santo.
En el seno de la Trinidad Santa, Cristo es a cada
instante Siervo de su Cuerpo y del más pequeño entre sus hermanos: le llama, le
alimenta, le cura y le hace crecer, le perdona y le transforma, le libera y le
deifica, le revela que es amado por el Padre y se une a él cada vez más hasta
que llegue a su madurez en el Reino: “Aquí estamos yo y los hijos que Dios me
dio”.