Muchos poetas no son poetas por la misma razón que
muchos religiosos no son santos: nunca consiguen ser ellos mismos. Nunca llegan
a ser el particular poeta o el particular monje que Dios quiso que fueran.
Nunca llegan a ser el hombre o el artista que piden todas las circunstancias de
su vida individual.
Pierden los años esforzándose en vano por ser otro
poeta, otro santo. Por muchas razones absurdas, se convencen de que están
obligados a convertirse en otra persona que murió doscientos años antes y vivió
en circunstancias totalmente ajenas a las suyas.
En los grandes santos se encuentra la coincidencia
entre perfecta humildad y perfecta integridad. Resulta que ambas cosas son
prácticamente lo mismo. El santo es distinto de todos los demás, precisamente porque
es humilde. La humildad consiste precisamente en ser la persona que somos
realmente ante Dios; y como no hay dos personas iguales, quien tiene la
humildad de ser él mismo no será como ninguna otra persona en todo el universo.
Pero esta individualidad no se afirmará necesariamente en la superficie de la
vida diaria. No será una cuestión de meras apariencias, opiniones, gustos o
modos de hacer las cosas, sino que se encuentra en lo profundo del alma.
No eres humilde si insistes en ser alguien que no
eres. Lo cual equivale a decir que sabes mejor que Dios quién eres y quién
debes ser. ¿Cómo esperas llegar al final
de tu viaje si tomas el camino que conduce a la ciudad de otra persona? ¿Cómo
esperas alcanzar tu perfección si llevas la vida de otra persona? Su santidad
nunca será la tuya; debes tener humildad para trabajar por tu salvación en una
oscuridad en la que estas absolutamente solo...
Y has de tener, por tanto, una humildad heroica para ser tú mismo y no
ser nada sino la persona (o el artista) que Dios quiso que fueras.
(T. Merton.
Nuevas semillas de contemplación)