El próximo domingo 18 de octubre, en la Plaza de San Pedro, el Papa
Francisco inscribirá solemnemente los cónyuges Luis Martin y Celia Guérin, padres
de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, en el canon de los santos,
que la Iglesia propone como ejemplos de vida cristiana a los fieles de todo el
mundo, para que se conviertan en fuente de inspiración y compañeros de camino
de los cuales podamos recibir impulso, luz y consuelo.
Si observamos de cerca la vida de la familia Martin, vemos a un hombre y a
una mujer que vivieron una historia común, marcada por acontecimientos con los
que todavía hoy nos podemos identificar, porque son sencillamente humanos: no
son jovencísimos según el standard de la época (cuando se conocieron –y pocos
meses después se casaron– ella tenía 27 años y él 35), se unen en matrimonio y
ponen en común sus vidas, aprendiendo día tras día a compartir las capacidades,
las responsabilidades, las cargas, las alegrías y las penas. Luis tenía una
relojería, Celia había iniciado por su cuenta una empresa de producción del
famoso bordado de Alençon. Sus trabajos respectivos garantizaban un cierto
nivel de vida, que sin embargo lo vivían sin ostentación ni aprensión, a pesar
de que en un determinado momento, las condiciones socio-económicas se
encrudecieron a consecuencia de la guerra entre Francia y Prusia (1870-1871). Trabajar
los dos, concebir nueve hijos, cuidarlos, afrontar el luto por la muerte de
cuatro de ellos en una tempranísima edad, no fue ciertamente fácil, sobre todo
para Celia, mujer emprendedora, que tenía la responsabilidad de dar trabajo, y
por lo tanto sustento, a sus empleadas y a sus familias. Luis estuvo siempre a
su lado llevando las cargas con su mujer, con serenidad y delicadeza,
apoyándola con su presencia y optando, en un determinado momento, por dejar su
trabajo para atender las exigencias de su mujer, que veía cada vez más cansada,
y ayudarla a sacar adelante su empresa, sobre todo cuando irrumpió la
enfermedad que le afectó de joven, llevándola a la muerte en el 1877, cuando
solo contaba 46 años.
Luis se encontró de este modo viviendo su condición de viudo hasta la
muerte, que tuvo lugar 17 años después, después de una humillante enfermedad
que afectó a sus facultades mentales. Se ocupó de las cinco hijas y de su
educación, entregándose enteramente y decidiendo trasladarse de Alençon a Lisieux,
desarraigándose con tal de dar a sus hijas la posibilidad de ser seguidas por
su tía Celina, con quien existía una relación de estima y cariño. Las cinco
entraron en el monasterio. Acompañarlas en este proceso –sobre todo la pequeña Teresa,
la predilecta– no fue para él un pequeño sacrificio, aunque lo viviera como una
generosa ofrenda de su vida y de sus hijos a Dios, tal y como siempre hizo
junto con Celia. Por otra parte, eligió para su familia el slogan de Juana de
Arco: Servir a Dios en primer lugar.
(De la Carta del P. Saverio Cannistrà, Prepósito General de los Carmelitas Descalzos con motivo de la canonización)
Para leer la carta completa: TEXTO INTEGRO DE LA CARTA