Hay, para Juan, dos
cosas muy claras sobre el amor. Las vemos ahora. La primera es que el amor es algo que Dios hace; es una actividad de
Dios.
Esto es algo
importante para Juan cuando en sus últimos días se le pidió lo imposible a su
amor. Frente a la campaña de difamación lanzada por sus hermanos de hábito y
frente a la animosidad de sus superiores cuando la enfermedad le inmovilizaba,
Juan supo mantenerse tranquilo y supo perdonar. Vale la pena repetir su carta:
vemos que estaba convencido de que el amor con que amaba era un amor recibido
de Dios.
“Ame mucho a los que la contradicen y no la aman, porque
en eso se engendra amor en el pecho donde no le hay, como hace Dios con
nosotros, que nos ama para que le amemos mediante el amor que nos tiene” (Carta 33 a una monja carmelita, 1591).
El amor es la
actividad de Dios: ‘nuestro’ amor es algo así como una cometa, suspendida en la
brisa del amor de Dios por nosotros.
Esta actividad de
Dios recibe el nombre de Espíritu Santo. El amor es ante todo el don de sí
mismo penetrando en el alma. “La
esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5)
Nuestro amor, sea a
Dios sea a lo creado por Dios, es una consecuencia de ese derramamiento… El don
del Espíritu crea en mí la capacidad de recibir el don. El amor es actividad
divina.
Así tiene que ser si
produce lo que dice Juan: es ‘por amor’
que la persona ‘se une a Dios’. Si
Dios está muy por encima de nosotros, está claro que sólo Dios puede unirnos a
él. Solamente cuando Dios se derrama en nosotros es posible nuestra
colaboración a la unión. Esto es: amar es nuestro ‘sí’, recibido del Espíritu, al Dios que se nos da.
(Iain MATHEW, El impacto de Dios. Claves para una lectura
actual de san Juan de la Cruz, ed. Monte Carmelo, pp. 175-176)