Desgraciadamente,
la Ascensión del Señor es muy poco conocida por la mayoría de los fieles. Una
lectura superficial de la parte final de los evangelios Sinópticos y del primer capítulo de los Hechos puede dar la impresión
de una partida. Entonces, para el lector no sensible al Espíritu, se ha pasado una página; comenzará a pensar
en Jesús en pasado: lo que dijo, lo que hizo… Al continuar "buscando entre los
muertos al que vive", se ha cerrado por completo la tumba y cegado la Fuente... Sin embargo, este momento de la Ascensión es un giro
decisivo: sí, es el final de una relación del todo externa con Jesús, pero, sobre
todo, es la inauguración de una relación de fe totalmente nueva, de un tiempo
nuevo.
Por su
Ascensión, Cristo, lejos de desaparecer, comienza, por el contrario, a hacerse
presente y a venir. Aquel que es el Esplendor del Padre y que había descendido hasta
las profundidades de nuestras tinieblas, se eleva ahora hasta llenarlo todo con
su luz.
El Señor
no se ha ido para descansar de su tarea redentora: su trabajo está, de ahora en
adelante, junto al Padre y de este modo él está muy cerca de nosotros, cercanísimo
a nosotros. Lleva a los cautivos, que somos nosotros, hacia el mundo nuevo de
su Resurrección y derrama sobre los hombres sus dones, su Espíritu.
Ciertamente Jesús está junto al Padre, pero, si reducimos esta subida a un momento de nuestra historia mortal, sencillamente olvidamos que, a partir de la Hora de su Cruz y de su Resurrección, Jesús y los hombres no son más que uno: Él se ha hecho hijo del hombre para que nosotros lleguemos a ser hijos de Dios. El
movimiento de la Ascensión solo se habrá cumplido cuando todos los miembros de
su Cuerpo sean atraídos hacia el Padre y vivificados por su Espíritu. (J.Corbon, Liturgia fontal)