[Nos referimos al] momento del encuentro personal con Cristo, que convierte a Teresa en una persona nueva. Cronológicamente, el primer encuentro con Cristo, definido en el lenguaje de la época «visión intelectual» (cf. 6M 8,2), es decir, sin percepciones sensibles, tiene lugar en 1560, precisamente el 29 de junio, día de la fiesta de los Santos Pedro y Pablo (V 27,2). La visión dura algunos días (V 28,1). Le sigue la visión de Jesús resucitado que probablemente tuvo lugar el 25 de enero de 1561 (V 28,3). Subrayo estas fechas porque justo en el medio, es decir, en septiembre de 1560, tiene lugar la famosa velada en la celda de la Santa donde se propone por primera vez el proyecto de una nueva fundación de Carmelitas Descalzas (V 32,10). Ciertamente, no es casualidad que la decisión de dar vida a un Carmelo renovado se produzca en un período caracterizado por estas experiencias de encuentro con la persona de Jesús y la consiguiente percepción interior de su presencia junto a Teresa. Permítaseme recordar lo que dicen al respecto las Constituciones tanto de los frailes como de las monjas:
El origen de la familia teresiana en el Carmelo y el sentido de su vocación en la Iglesia están estrechamente vinculados al proceso de la vida espiritual y al carisma de Santa Teresa; sobre todo a las gracias místicas que la impulsaron a renovar el Carmelo, orientándolo completamente a la oración y a la contemplación de las cosas divinas (CM 4).
Me pregunto si hemos reflexionado suficientemente sobre este vínculo genético entre las experiencias de gracia de Teresa en su relación con Cristo y el nacimiento de nuestra familia religiosa. Estoy convencido de que les debemos nuestra existencia, pero me gustaría poder ir un poco más allá de la mera afirmación de hecho.
Algunos aspectos son inmediatamente evidentes. La experiencia de Cristo presente radicaliza y sobre todo “humaniza” la orientación cristológica de la Regla del Carmelo y de la tradición espiritual que de ella se deriva. Si en el corazón del propositum de los primeros carmelitas está vivir in obsequio Jesu Christi, es decir, en la obediencia fiel a Él, para Teresa el destinatario del obsequium es un hombre cuyo rostro conoce, por quien se siente constantemente acompañada, al que puede dirigirse con la espontaneidad de una amiga, una hermana, una esposa. Entendemos que este hecho es suficiente para cambiar radicalmente el ambiente, el tono y el estilo de una comunidad religiosa reunida en torno a un Jesús así percibido, conocido y amado. La meditación constante sobre la «ley del Señor», de la que habla el número 8 de la Regla, toma más bien la forma de una conversación con un amigo y de una contemplación de las verdades presentes en él, que se convierte en un «libro vivo» para Teresa: «He tenido tanto en qué pensar y recogerme en lo que veía presente» (V 26,5). Incluso el culto a la presencia de Dios, tan querido por la espiritualidad del Carmelo tras el profeta Elías , se reorienta naturalmente hacia la persona de Jesús y, a través de él, hacia la contemplación del Dios Trinidad. Es muy significativo el pasaje en el que Teresa distingue su experiencia (visión) de Jesucristo de otras experiencias reales y preciosas de la presencia de Dios:
No es como una presencia de Dios que se siente muchas veces, en especial los que tienen oración de unión y quietud, que parece en queriendo comenzar a tener oración hallamos con quién hablar, y parece entendemos nos oye por los efectos y sentimientos espirituales que sentimos de gran amor y fe, y otras determinaciones, con ternura. Esta gran merced es de Dios, y téngalo en mucho a quien lo ha dado, porque es muy subida oración, mas no es visión, que entiéndese que está allí Dios por los efectos que, como digo, hace al alma, que por aquel modo quiere Su Majestad darse a sentir. Acá vese claro que está aquí Jesucristo, hijo de la Virgen. En estotra oración represéntanse unas influencias de la Divinidad; aquí, junto con éstas, se ve nos acompaña y quiere hacer mercedes también la Humanidad Sacratísima (V 27,4).
Me parece que la diferencia fundamental entre las dos experiencias consiste en la percepción clara y objetiva de una alteridad que se manifiesta no solo a través de efectos internos, sino con su propia consistencia autónoma: «Acá vese claro que está aquí Jesucristo, hijo de la Virgen». Jesucristo está aquí, presente como yo, aunque de otra forma, pero no por ello menos real. ¡Aquí está el núcleo duro de la experiencia de Teresa y el sello de su originalidad! Entiendo que no es fácil aceptarlo, como no fue fácil el anuncio de Pablo de Cristo crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Cor 1,23). Pero sin esto no podemos comprender ni la especificidad de la mística de Teresa, ni el motivo que la impulsó a fundar una nueva comunidad religiosa correspondiente a esa gracia. Teresa puso a todos los cristianos ante la singularidad de Jesucristo, el hombre de Nazaret, el hijo de María, que es ahora, resucitado, el rostro con el que Dios se muestra al hombre. Pero también puso a los religiosos y religiosas ante la necesidad de reinventar las formas de vida consagrada, y en particular de la vida contemplativa, en respuesta a la iniciativa de Dios manifestada en su vida. ¿Cómo podría la vida contemplativa permanecer igual cuando el objeto de la contemplación se presenta de una manera nueva, haciéndose – por así decirlo – sujeto activo y compañero de la persona contemplativa? La vida contemplativa se transforma porque Dios en Jesucristo se convierte en interlocutor del contemplativo, coprotagonista de su búsqueda espiritual. Por lo tanto, es necesario inventar una nueva forma de vivir la vida religiosa contemplativa que dé espacio a este diálogo, más bien que lo convierta en la columna vertebral, en el centro inspirador de todas las demás dimensiones de esa vida. Teresa describe la contemplación como un acto de comunicación, de compartir libre e inmerecido por el cual el alma no puede evitar amar «a quien ve que, sin trabajo ninguno suyo, la hace capaz de tan grandes bienes y le comunica secretos y trata con ella con tanta amistad y amor que no se sufre escribir» (V 27,9). Lo que cautiva y enamora a Teresa es precisamente el descubrimiento de que Dios quiere que ella participe de sus más secretas riquezas «con tanta amistad y amor». La famosa definición de la oración como «tratar de amistad» (V 8,5) deriva de haber experimentado que Dios en Jesús se dirige al hombre como a un amigo con el que le gusta comunicarse. Un Dios tan amigo y comunicativo necesita encontrarse con personas igualmente amigas y comunicativas, que correspondan a su deseo de estar con los hijos de los hombres (cf. Pr 8,31, texto querido por Teresa que lo cita en V 14,10; 1M 1,1; Exclamaciones 7,1). Lo que sucede entre Dios y el alma es simplemente la comunicación del amor mutuo como sucede entre dos amigos o dos amantes, sin necesidad de palabras ni de señas, sino «con solo mirarse»:
se entienden Dios y el alma con solo querer Su Majestad que lo entienda, sin otro artificio para darse a entender el amor que se tienen estos dos amigos. Como acá si dos personas se quieren mucho y tienen buen entendimiento, aun sin señas parece que se entienden con solo mirarse. Esto debe ser aquí, que sin ver nosotros cómo, de en hito en hito se miran estos dos amantes, como lo dice el Esposo a la Esposa en los Cantares (V 27,10).
Saverio Cannistrà