En el
altar del corazón se celebra esta liturgia de fe pura. Aquí está la tumba en la
que la oración deposita el Cuerpo siempre sufriente de Cristo, con la certeza
de que el Autor de la Vida lo resucitará. Aquí está la tumba en la que el
Viviente desciende a nuestros infiernos para sacarnos de nuestra muerte. Porque
las noches de nuestras oraciones son verdaderamente el descenso de la Luz a las
profundidades de nuestras tinieblas.
Durante
el Sábado Santo, el Cuerpo del Hijo de Dios descansaba en la tierra; ya había
vencido a la muerte, pero todavía no se había manifestado como Resucitado. Lo
mismo la oración del corazón. Escondida en el silencio de los últimos tiempos,
destruye la muerte en sus profundidades, aunque todavía no estalla en la
alabanza de la Gloria. Configurada así con su Señor, el alma que ora se
convierte en esa “alma eclesial” de la que habla Orígenes. Como las portadoras
de aromas, aprende del Espíritu la creatividad de la ternura divina. La más
bella diaconía de la Iglesia en favor del mundo es ir a la tumba y permanecer
en el altar del corazón, no ya para embalsamar el Cuerpo de Jesús, sino para
curar a los muertos que pueblan la tierra ofreciéndoles desde ahora la
esperanza y la prenda de la Resurrección. El “callado amor” de la oración a
Jesús se dilata entonces en su espacio verdadero: dar la Vida a los miembros
heridos por la muerte, ser en su Cuerpo el lugar desde donde se derrama el
amor.
Jean Corbon, Liturgie de source