El “corazón”, en el lenguaje de la Biblia, designa la
realidad profunda del ser humano, en oposición a la apariencia y a la mentira. El
“corazón” es esa fuerza original de comunión con todo cuanto es. Pero el hombre
puede desviar su “corazón” de su orientación primordial. El ser humano puede
elegirse a sí mismo de una manera exclusiva y absoluta. Se erige entonces en el
centro del mundo y reduce todas las cosas a la medida de sus deseos y de sus ambiciones.
Entonces se cierra no sólo a los demás, sino a su propia profundidad: a esa
parte santa y reservada de su ser que lo religa al misterio del ser y al mismo
Dios. El “corazón” se oscurece; se convierte en un pozo de sombra. Es el tiempo
de los ídolos, del exilio. El ser humano vive lejos de su ser verdadero y de
sus raíces profundas. Ya no habita en su “corazón”. Anda errante por una tierra
extranjera, al servicio de dioses extranjeros.
El ser humano sólo existe y se encuentra realmente en el
movimiento que le abre a Aquel que es. Sólo en esa apertura está en sí mismo. Es
ahí donde adquiere su talla plena. Pero ese retorno al “corazón” no es posible
sin una especie de fractura. El pequeño mundo en el que el hombre se ha
encerrado debe estallar. Poco importa de dónde vengan los golpes bruscos que le
hagan tambalearse: al fin se ha abierto una brecha en nuestros muros, y ahí
estamos ahora privados de nuestra seguridad, entregados a la realidad plena,
desnuda y salvaje.
El “corazón quebrantado” consiente en ser despojado de todo
lo que le servía de refugio, perder todas sus seguridades. Acepta el
hundimiento del mundo religioso en que vivía. Ya no sabe de antemano quién es
Dios ni cuáles son sus caminos. El “corazón quebrantado” deja a Dios ser Dios.
(E. Leclerc, El pueblo de Dios en la
noche)